No todo el que sale a hombros ha triunfado en la corrida. José Luis Pérez Pont, exdirector del Centro del Carmen y del Consorcio de Museos de la Comunidad Valenciana, recorre ahora los medios con la arrogancia del que se sabe impune, blandiendo una sentencia judicial como si fuera un trofeo. Pero lo cierto es que ha perdido. Perdió autoridad, perdió credibilidad y, aunque le haya salido rentable en lo económico, también perdió el juicio. El primero, el principal. La noticia de su despido improcedente llega año y medio después de su marcha. El nuevo gobierno autonómico, con PP y VOX al frente tras ocho años de coalición de izquierdas, lo cesó. Fue una maniobra apresurada, mediante una auditoría demoledora. Se redactó su carta de cese con más prisa que rigor.

En ese descuido encontró Pérez Pont el resquicio legal para demandar y reclamar cien mil euros por lo que consideraba un ultraje personal: haber sido apartado del puesto donde más poder ha ostentado y donde manejó, durante siete años, un presupuesto público ingente sin rendir cuentas. Al final, su despido se ha sentenciado como improcedente, pero se le han concedido sólo veintisiete mil euros, la indemnización que le hubiera correspondido por un cese ordinario, pero no fue readmitido.

Lo que Pérez Pont omite con esmero en sus declaraciones es que fue cesado por motivos fundados, pues acumulaba informes negativos en su gestión económica, sospechas de adjudicaciones a dedo, conflictos de interés en ciertas licitaciones y, sobre todo, una atmósfera de miedo entre los trabajadores a su cargo. Miedo real, documentado, que llevó a más de uno a recurrir al sindicato por trato vejatorio. Mientras tanto, él prefería rodearse de un séquito de artistas y agentes culturales contratados externamente. A muchos de ellos los vimos, tal vez devolviéndole favores, acudiendo en masa a la rueda de prensa con la que escenificó su propia crucifixión política.

La ironía alcanza cotas cumbre cuando recordamos que Pérez Pont fue condenado tras un primer juicio, en 2022, por la vía penal en sentencia firme al haber autorizado una intervención de grafiti en un claustro renacentista protegido como Bien de Interés Cultural. La multa fue simbólica –apenas 1.080 euros– pero el gesto revelador, ya que actuó sin esperar informes de patrimonio. De hecho, todavía está orgulloso de ese daño multado cuando habla con periodistas. No reconoce ni un solo error, nunca da un paso atrás. La inauguración debía coincidir con las Fallas, dada su ansia de notoriedad. Era un director que no programaba, improvisaba. Que no dialogaba, imponía. Que no gestionaba, ordenaba.

Además, el manto protector de la administración del gobierno de izquierdas lo cobijó durante años, incluso cuando ya se acumulaban indicios de irregularidades y una creciente sensación de descrédito. Tras su cese en Valencia, recaló en Las Palmas de Gran Canaria, de la mano de la socialista Carolina Darias, para encargarse de la dirección artística del proyecto de capitalidad cultural europea 2031. Un puesto para el que no cumplía los requisitos mínimos curriculares de conocimiento de idiomas, pero que, sorprendentemente, le fue concedido.

Sigue rodeado de ecos, de aplausos interesados y de favores correspondidos, a la espera de un posible adelanto electoral autonómico, un giro a la izquierda que le devuelva lo que cree suyo por derecho. Pero la realidad es que ha perdido. Eso sí, la dirección artística del centro sigue sin un rumbo claro y parte de los problemas que a él lo envolvían continúan sin solución, cuestiones que la administración debe abordar de una vez por todas. El juicio que pesa sobre la trayectoria de Pérez Pont es más profundo: el de haber convertido una institución pública en su propio escaparate, confundiendo el servicio con la ambición y el liderazgo con el control. Ese juicio lo perdió hace tiempo y es, para muchos especialistas, irrecuperable.