
El amor ha sido siempre uno de los territorios más explorados y, paradójicamente, más incomprendidos, tanto en la literatura como en la experiencia cotidiana. En la delicada urdimbre de ‘El camino que no elegimos’ (Destino), Ana Merino invita al lector a sostener un … espejo frente a lo más íntimo de la existencia humana: el amor, con sus desbordes, paradojas y silencios. Desde las primeras páginas, la novela plantea una incógnita que nos acompaña desde nuestra primera pareja -o incluso desde el posible divorcio de nuestros padres- y que, en su aparente sencillez, contiene toda la complejidad de la vida afectiva: «¿Qué sostiene un matrimonio?».
Esta idea es capaz de carcomer nuestras mentes y no hay una respuesta teórica fija para apaciguarlas. La escritora, ante esto, se confiesa con una honestidad desarmante: «No lo sé. Por eso he escrito esta novela». La incertidumbre, lejos de ser un vacío estéril, se convierte en un terreno fértil donde brotan interrogantes esenciales: ¿qué nos conduce a amar, a dejar de amar, a buscar la compañía del otro? De este modo, la duda se convierte en punto de partida y motor de la narrativa, porque, como parece sugerir Merino en su obra, no hay amor auténtico sin pregunta.
Ana Merino dirige actualmente la Cátedra Planeta de Literatura y Sociedad en la Universidad Internacional de Valencia, ha sido catedrática y fundadora del MFA de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Iowa, ha publicado diez poemarios fue galardonada en 2020 con el Premio Nadal por su novela ‘El mapa de los afectos’, y acaba de producir y codirigir en España su obra teatral ‘La redención’. Además de todo esto, dibuja orquídeas en las dedicatorias de los libros y le propone a sus personajes retos existenciales de gran magnitud, pues «tanto el amor como el desamor definen al ser humano», dice Merino: «A quién amamos, por qué amamos, por qué dejamos de amar, por dónde nos lleva la vida. El amor mueve el mundo, ¿es tan difícil de ver?».
¿Y está el mundo moviéndose por él?
Juana y Connor, dos de los protagonistas de esta historia coral, encarnan simultáneamente la fragilidad y la fuerza de quienes descubren que la vida que creían segura puede desmoronarse en un instante. La confesión de Connor después de años de matrimonio -«ya no estoy enamorado de ti»- trastoca por completo el orden de Juana, obligándola a confrontar la soledad y a reconfigurar su existencia… y en parte, su identidad. No obstante, Merino subraya que el dolor no constituye un callejón sin salida: «Ante eso, ¿a quién acudes cuando te rompe el corazón? Pues a los amigos… y luego tienes que lamerte las heridas, continuar viviendo, balancear recuerdos y ajustar el significado de lo que había sido tu vida». El sufrimiento, lejos de ser un padecimiento, se convierte en un catalizador de introspección y transformación, un espacio donde la experiencia dolorosa se transforma en aprendizaje vital.
Para ella, el amor no es una abstracción delicada ni un mero recurso literario: «Es el tejido que da forma a la vida, el motor que impulsa a sus personajes a confrontar lo inesperado, lo doloroso y lo sublime», explica. La novela se adentra en los recovecos del deseo, la pasión y la pérdida, explorando cómo los seres humanos crecemos, nos equivocamos y, sobre todo, nos reconstruimos. «Nunca eres tú mismo del todo», dice Merino, «y eso se ve en las relaciones. Lo peor que le puede pasar a uno es crecer hacia otro rumbo que su pareja». A través de este proceso, Juana aprende a ilusionarse nuevamente, a profundizar en sus vínculos y a abrirse al mundo con una sensibilidad renovada, un despertar que refleja la capacidad humana de recomponerse tras la pérdida.
La idea de desaparecer no es cómoda para nadie, y cuando una relación que a ojos de terceros es «perfecta» se rompe, es cada vez más común que surja un sentimiento de traición en el pecho del otro. Cuando Lieke, otro de los personajes principales de la novela, decide romper con su novio, la sorpresa de su hermano refleja esta presión silenciosa de quienes nos rodean para que actuemos «como se debe» en el amor. «Es duro -dice Merino- porque a veces la reacción social intenta frenar tu idea del amor, pero la vida es así. Buscan algo ajeno a lo suyo propio porque quieren reconfortarse, o imponer su idea de qué es el amor. En la mayoría de las ocasiones, esto no coincide con la realidad».
De esta forma, el amor ha sido históricamente un territorio relegado, tanto en la literatura como en la crítica académica. Stendhal -sujeto profundamente presente en ‘El camino que no elegimos’- y Roland Barthes son ejemplos de pensadores cuya profundidad en el estudio del amor fue, en su momento, recibida con frialdad. Stendhal, en ‘Del amor’, exploraba el amor como un fenómeno complejo y contradictorio, capaz de provocar tanto exaltación como sufrimiento, lejos de la visión idealizada de la época. Barthes, en ‘Fragmentos de un discurso amoroso’, lo analizaba desde la óptica semiótica y cultural, revelando sus obsesiones, paradojas y sutilezas. Ambos autores, al centrarse en la dimensión más real y humana del amor, fueron subestimados por la crítica contemporánea.
Pero Merino sabe ir más allá: «‘Fortuna y Jacinta’ es literatura romántica. ¡Galdós era un autor romántico! El amor en la literatura ha hecho ‘Madame Bovary’… son muchas novelas las que se disfrazan de otra cosa. La gran mayoría de clásicos podrían ser considerados realmente como literatura romántica. Incluso ‘Don Quijote’ también es una novela romántica: un hombre enamorado, perdidamente enamorado, que se va por los caminos homenajeando a su amada». Frente a esta resistencia, Merino reivindica la legitimidad de la literatura romántica y ensayística: «El lector merece tener un espacio de disfrute sobre el amor, y leer sobre el amor, y pensar en cómo estos personajes enfrentan al amor y sus propias dudas». El amor, en su concepción, no es trivial ni superficial; es materia de reflexión y de experiencia vital.
Las pulsión más incontrolada
Sin embargo, para Merino, el amor romántico no ocupa un lugar exclusivo; forma parte de un amplio espectro de afectos que sostienen la vida. «Mientras que estés en comunidad, nunca te vas a sentir solo; pero de nuevo, la expectativa social es muy exigente. Sin embargo, hay familia, amigos, cercanos, lugares que te hacen sentir acompañado. Pero se nos olvida», señala. No resulta difícil entender por qué: basta leer un cuento infantil, ver una película de domingo o navegar por redes sociales para comprobar que, en nuestra sociedad, parece casi obligatorio vivir en pareja. Incluso la propia definición de la RAE de la palabra «amor» lo refleja; «Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser»: frente a esto, Merino matiza y, en parte, reniega de esa perspectiva: «No es que busque, es que es parte nuestra. Para que estemos aquí, para que existamos, debe existir el amor; si no… nos extinguimos. El amor es el motor del mundo». Con estas palabras, la autora reivindica una concepción del amor que trasciende la pareja, integrando la amistad, la familia y la comunidad como fuerzas vitales que dan sentido a nuestra existencia.
Entre sus personajes, Cécile y Marco introducen otra disyuntiva amorosa al mostrar una relación marcada por la pasión en todos los aspectos: una tensión que abre la pregunta central: ¿es posible amar a alguien cuyas convicciones políticas difieren de las propias? «Yo creo que sí es posible si hay capacidad de entendimiento», explica Merino. «En democracia se convive. Uno puede tener un pensamiento conservador y otro un pensamiento liberal, pero todos buscan, en última instancia, el bien común». Para hacer más concreta esta idea, añade: «Desde las decisiones económicas, quien tiene una visión conservadora prioriza la privatización, mientras que alguien de izquierdas se enfoca más en el impacto social y político desde las instituciones del Estado. Pero el fin es el mismo: lo mejor para la comunidad, para la sociedad».
Rehacerse implica, para Merino, «ser más sabio, aprender de lo vivido… alimentarte con los buenos recuerdos, pero siempre yendo hacia el futuro». Esta reinvención puede adoptar diversas formas, desde la protección hacia otros hasta el descubrimiento de nuevas pasiones: en este punto, la autora introduce la tercera pareja que compone la historia, y Lieke, después de una relación larga, empieza a sentirse atraída por Connor a medida que ambos van compartiendo más tiempo juntos en el invernadero. Merino reflexiona sobre esta búsqueda de autonomía y sobre la carenciade certezas absolutas en la vida y el amor, recordando que esta incertidumbre es, paradójicamente, un regalo: «Nadie te garantiza nada de lo que estás viviendo y eso es lo bonito… Cada día tienes que disfrutarlo, cada día tienes que entenderlo». Para la autora, el compromiso no se mide únicamente en permanencia, sino en claridad y respeto hacia uno mismo y hacia los demás. «Podemos estar solos y aún así sentir una gran libertad, pero cuando amamos hay que elegir el amor de una forma que nos complemente y nos haga sentir bien», concluye Merino.
El camino que no elegimos es también una reflexión sobre la presión social que impone estándares sobre la pareja y la vida afectiva, un hilo que la autora maneja con ternura y lucidez. En esta mirada, resuena algo de la cristalización stendhaliana: ese instante en que la sociedad intenta fijar, como si fuera sal en una rama, una forma única de amar, mientras el corazón insiste en su propio desorden. Su mensaje es claro: las relaciones existen para complementar la vida, no para condicionarla. Merino aborda el amor como pulsión vital, fuerza que une y da sentido: «Es una pulsión importantísima, que nos une a todos. Me gusta mucho que sea coral y que haya muchos personajes, porque le da mucho dinamismo. Da mucha fuerza». Ese carácter coral evoca también la pluralidad del sentimiento amoroso: una polifonía en la que cada personaje encarna una variación distinta del deseo, del miedo y de la esperanza. Su narrativa celebra así la intensidad del sentimiento, la libertad de elección y la riqueza de las relaciones humanas en toda su complejidad y belleza.

