«Casi prefiero escribir una novela que explicarla», dice Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960) al poco de empezar a hablar: se quita importancia como quita lo sobrante de su prosa hasta dejarla bailando en la elegancia. Tiene sobre la mesa ‘La gente’ (Fundación José Manuel Lara), que es su novela más breve, pero en la que más tiempo ha trabajado. «Revisando papeles me di cuenta de que llevaba treinta años dándole vueltas a esta historia. No de manera continua, eso sería preocupante y diría muy poco de mi capacidad de trabajo», añade entre risas. ¿Siempre le duran tanto las obsesiones? «Por suerte no, pero yo soy lento tanto en la poesía como en la narrativa. Lento pero constante», responde. ¿Y qué dicen sus editores? «Mi relación con ellos siempre ha sido de mutua libertad. Supongo que la presión por la rapidez afectará más a los autores más comerciales, con más público, pero en mi caso no ocurre… Cada cosa impone su propio ritmo de trabajo. Forzar la máquina tampoco sirve de mucho, eso es algo que he ido comprobando con el tiempo».

Luego dirá: «Yo corrijo mucho lo que escribo precisamente por desconfianza en lo que escribo. Creo que todo puede ir mejorando con una labor de insistencia en los textos. En gran medida, la verdadera escritura empieza en la reescritura».

‘La gente’, explica, nace no tanto de un recuerdo como de un aire extraño que llenaba las habitaciones cuando alguien hablaba de la guerra civil. «El germen de está en eso, en esas cosas que yo intuía de niño, esas conversaciones misteriosas, que no se veía muy bien de qué se estaba hablando: se mezclaban las anécdotas con los reproches, los rencores pervivían en las familias. En la novela no están tanto las anécdotas en sí, que la mayoría son imaginarias, pero sí ese clima social y ese clima moral». ¿Qué recuerda? «Mi abuelo paterno era el que más explícitamente se refería a aquello, porque le mataron a su hermano pequeño, fusilado por los falangistas. Era anarquista y fue una de las pocas personas que fusilaron en el pueblo, donde realmente la guerra duró relativamente poco: en Rota casi todo fue posguerra, porque apenas hubo resistencia. Mi abuelo murió con 98 años y, cada vez que yo lo veía, él se acordaba de su hermano. Decía: ‘yo vi a mi hermano por la mañana y ya no volví a verlo, y no sé dónde está, ni sé dónde está enterrado, ni sé lo que hicieron con él», relata. Y después: «Hay un afán exculpatorio en todos los que participaron en esa enorme anomalía bárbara».

La historia sucede en Rota, un lugar lo suficientemente pequeño como para que todos los personajes sepan la historia de cada uno. «En los pueblos pequeños se crea una especie de narrativa común en la que todo el mundo está implicado. Es una especie de novela o de epopeya que vamos escribiendo entre todos, generación tras generación. Y hay historias familiares que perviven, mentiras que perviven, rancores que perviven generación tras generación. Y así, todo el mundo acaba estando relacionado con casi todo el mundo. Se crea una especie de sociedad tentacular, cosa que no ocurre en las ciudades porque es más difícil que se den esas relaciones». Y ahí la identidad te la pueden construir con falsedades. «El bulo tiene mucho poder. Puedes cargarte la reputación de una persona con un supuesto, con una falsedad que haces circular. Al día siguiente esa persona está arruinada de por vida, aunque demuestre que es mentira. Aquello pervivirá… Quería que ese poder estuviese presente, que se viera cómo se juzga a los demás a partir de unos datos que podrían ser equívocos».

¿Y aún sucede eso, aún funciona así? «Hoy el pueblo no es tan pequeño como lo era entonces. Y en el tiempo que se narra la novela ya tampoco rige eso, ya Rota es un pueblo mediano. Pero se recuerda». De hecho, la novela empieza así: «La memoria es una habitación cerrada en la que caben un juguete roto y una ciudad entera, los imperios imaginarios que vagan por el aire como arquitecturas inestabeles de una pesadilla y el aletazo en el vacío de todos nuestros fantasmas»… «En Rota los protagonistas de la guerra seguían vivos, seguían activos, estaban ahí, hacían su vida. Y tenían que convivir los vencedores con las víctimas, a lo mejor en casas contiguas. Eso creaba situaciones anómalas», evoca Benítez Reyes. «Pero yo no he escrito una novela sobre la guerra o la posguerra, sino sobre la condición humana sometida a unas circunstancias extremas», remata.