Es la segunda exposición que le dedica el Reina Sofía. La primera, ‘Open Rooms’, en su sede del Palacio de Velázquez en 2003. Dos décadas después, Juan Uslé (Santander, 1954), uno de nuestros artistas más internacionales, regresa al museo, esta vez en una de … las plantas del edificio Nouvel. Su título («titulo mis pinturas porque esconden historias»), ‘Ese barco en la montaña’, evoca un suceso de 1960 que ocurrió cuando era niño: el hundimiento del buque Elorrio en la costa de Langre (Cantabria), cerca de donde vivía con su familia. Un suceso que le inspiró para pintar un cuadro en 1986, poco antes de marcharse a Nueva York. En él aparece un barco situado en una loma, en una colina, en una montaña.
«Elegí un suceso que para mí había sido fundamental, muy traumático, por un lado, pero, por otro lado, muy alumbrador. A partir de él tomé conciencia por primera vez de la importancia de la imagen impresa. El buque naufragó a cinco kilómetros de nuestra casa, en las costas de Langre. Venía de Nueva York. Murió toda la tripulación, excepto una persona. Un año después, hice un viaje a Nueva York con una beca de estudios [que consiguió, confiesa, mintiendo, pues no hablaba inglés]. Allí hice una segunda versión de ese cuadro, pero desde el otro lado. En vez del barco en esa montaña, el barco aparece visto desde el otro lado, y la montaña se ha convertido en una isla. El barco refleja de algún modo la situación emocional en la que me encontraba, en un territorio ajeno».
Ha donado al museo tres obras que estuvieron en la Documenta 9 de Kassel y que quedaron olvidadas en depósito. «Después de tantos años, he decidido que se quedaran legalmente», advierte.
—¿Tiene la sensación de estar naufragando constantemente?
—Siempre tengo la sensación de naufragar. Es lo que nos mueve a los creadores y nos impulsa a continuar.
—Pero siempre sale a flote, ¿no?
—Siempre, sí, pero es por necesidad y por deseo.
—De vivir y trabajar en un lugar como Saro, en Cantabria, junto a un río, entre árboles y setas, pasa a una jungla de asfalto como Manhattan. ¿No necesita descompresión?
—Son lugares completamente distintos, pero he encontrado en ambos sitios algo muy común y es la soledad.

Obras de Juan Uslé, en las salas del museo
—¿Se puede estar igual de solo en medio de la naturaleza que en su estudio de Nueva York?
—Sí. En mi estudio de Nueva York, antes en Williamsburg, ahora en Manhattan, encuentro la soledad propicia, suficiente, para hallar ese vacío necesario para trabajar. He llegado por la noche a grapar plásticos negros a las ventanas. Incluso la luz puede ser un ruido en esta especie de trance en el que me sitúo para trabajar las pinturas oscuras de la familia ‘Soñé que revelabas’.
—¿La fotografía es para usted un medio para pensar la pintura?
—No salgo a hacer fotos con esa intención, sino guiado por una necesidad. Tengo siempre la cámara cerca en el estudio. Hago fotos del exterior, pero también de mi estudio, del proceso de los cuadros, unas manchas en el suelo…, cosas que me llaman la atención porque soy muy visual. Estoy mirando y pensando constantemente. Nemo, un alter ego mío, me dijo que el ojo era el cerebro y, de algún modo, creo que pienso mucho a través del ojo también. Salgo a hacer fotos o me quedo en casa haciendo fotos en el estudio, sobre todo cuando necesito salir de ese pegamento que me ata a la pintura. Hay que dejar a la pintura el tiempo suficiente para macerarse, para encontrar su propia voz.
—Cada cierto tiempo algún agorero decreta la muerte de la pintura. Sin embargo, ahí sigue, vivita y coleando.
—Llegué a Nueva York en el 87, en pleno momento de valoración del arte conceptual, el apropiacionismo… Mi pintura aportaba algo distinto. Era una voz peculiar o extraña, que no tenía mucho que ver con los ismos y las modas. La pintura se configura lentamente y hay que experimentarla lentamente. No puedes competir con un bombardeo de imágenes. Al igual que la poesía, la pintura tiene un gran poder: esa temporalidad distinta, ese nacer o surgir del vacío.

Una de las salas de la exposición ‘Ese barco en la montaña’
—¿Se ha desatendido en España a su generación, a los artistas de la segunda mitad del siglo XX?
—Creo que en los últimos años quizás ha habido menos presencia. Arrastramos un complejo muy grande. Venimos de unas épocas muy grises y muy duras, de los últimos años del franquismo. Es cuando nosotros entramos en escena y, con más o menos suerte, hemos ido sobreviviendo. Las cosas han ido mejor cuando las instituciones y las galerías estaban dirigidas por mujeres extraordinarias: María Corral, Carmen Giménez, Elvira González, Soledad Lorenzo… Esta fue la primera galería realmente profesional que encontré en España. Se apoyó a El Paso y Dau al Set porque interesaba, oficial y políticamente, para dar una imagen de modernidad de una España que no lo era. Nuestra generación quedó en una especie de limbo. Ha habido épocas en las que la pintura no ha sido muy atendida. Parece que para valorar lo local tenemos que haberlo contrastado con lo internacional. Si has expuesto mucho fuera de España, dicen: «Eh, cuidado con este, que tiene una carrera internacional muy seria».
—¿Le interesa el mercado del arte? ¿Acude a ferias? Si le pregunto su récord en subasta, ¿lo sabría?
—No. Procuro estar ajeno a las ferias.
—Y cuando salen a subasta un retrete de oro o un plátano pegado a la pared, ¿qué piensa?
—Bueno, me parece que el ingenio puede ser algo positivo en el ser humano, pero no sé realmente qué tiene de rebelde o de destructivo o de ataque al mundo del arte, porque luego resulta que cuestan millones de dólares.
—Es muy delgada la línea entre el ingenio y la estupidez…
—No me atrevería a hablar de estupidez, sobre todo con el trabajo de un colega. Pero hay cosas que me interesan más y otras menos. Todo va tan rápido y cambia tanto… No tengo ni idea de si De Kooning, por ejemplo, aguantará y seguirá siendo para muchos de los que nos dedicamos a pintar el gran pintor de esa generación.
—¿Por encima de Pollock?
—Pollock me parece muy importante, pero me parece tan importante Lee Krasner, su mujer, y otros muchos artistas. ¿Cuál es la diferencia? El marketing. Pollock es un producto cultural. Es el primer producto cultural americano ‘number one’ que nos venden, como nos vendieron la Coca-Cola, el auténtico producto genuinamente americano. Cuando sus raíces se basan en Orozco, en Picasso, en Miró…

Pinturas de Juan Uslé, en una de las salas Nouvel del Reina Sofía
—¿Cómo vive hoy un artista español en Nueva York en la segunda era Trump?
—Con cierta pesadumbre. A mí Nueva York me gusta como ciudad. Ya empezó a cambiar con el alcalde Giuliani, que se dedicó a limpiar la ciudad, a quitarle sabor, basándose en la limpieza, en la seguridad, en la higiene y en no sé qué. Y en realidad era quitarle chispa y, sobre todo, controlar. Hoy se ha extremado ya excesivamente. La verdad es que me apetece mucho menos volver cada vez. Pero cuando llego, abro la puerta del estudio, y veo aquello, ya sé lo que tengo que hacer al día siguiente y se me olvida.
—¿Y confía en el nuevo alcalde?
—Hay que confiar. Es necesaria la fe para poder sentarte delante de una hoja de papel en blanco y escribir. Es necesaria la fe para preparar unos colores o preparar una tela y atrever a lanzarte.
—En España, tampoco anda la cosa para tirar cohetes…
—No soy asiduo a seguir la escena política porque me produce bastante insatisfacción y, a veces, incluso le diría que vergüenza. No me interesa lo que pasa. Me interesa como ser humano, pero no soy adicto a nada.
—La descolonización invade todos los museos: feminismo, ecologismo, cuestiones de género, de raza…
—El mestizaje es una de las cosas que más me interesó de Nueva York siempre. Ir por la calle y sentir que había muchas energías cruzadas, gente, personas, iconos, imágenes de lugares muy distintos del mundo y todo eso es riqueza. Ahora lo que tratamos de establecer es un catecismo de pureza o de buen comportamiento moral, estamos volviendo a ser curas.
—El Centro Botín, la futura sede de la colección del Banco Santander, el Archivo Lafuente… Santander, su ciudad natal, se está poniendo en el mundo.
—Esto ya empezó hace 20 o 25 años, cuando se puso de moda por el efecto Guggenheim: cada ciudad quería tener su propio museo, algo que fuera muy espectacular, que tuviera la firma de un gran arquitecto. España pasó de repente de no tener museos de arte contemporáneo a tenerlos como setas, y algunos cerrados. Creo que el carácter español es maravilloso. Lo mejor que tenemos es el sentido del humor y gracias a eso nos vamos salvando. Sin embargo, seguimos teniendo complejos, sobre todo en el ámbito cultural. Que se hiciera el Centro Botín me parecía una idea estupenda. Pero, ¿en qué se van a convertir las ciudades? En España las estamos convirtiendo en lugares para el turismo, en parques temáticos. Nadie toca las cosas con las manos, no queremos mancharnos o coger el azadón, ni las brochas y los pinceles. Las manos se nos van haciendo más pequeñas. A mí me gusta mancharme las manos.
—Coincide en el museo su exposición con otra de Maruja Mallo. No es mala compañía…
—Me ha alegrado mucho, porque la primera vez que expuse en el primer ARCO, en el 82, con la Galería Manuel Montenegro, en el estand tenía tres artistas: Maruja Mallo, David Lechuga y yo. Reencontrarme con Maruja Mallo es como decir: vuelvo a casa.
—¿Es Juan Uslé el artista con el que soñaba en convertirse aquel niño subido a un roble?
—No lo pienso, pero no me quejo. Si no satisfecho, por lo menos no tengo que despreciarme y estar torturándome. Hoy queda menos músculo, pero más ambición. Sigue el hambre, el deseo, que se adoba con ambición, exigencia y compromiso.

