Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) entra en la Librería Alberti y dice: «Llevo viniendo aquí desde la Edad Media». Escribir es exagerar, y reír, y volver a sitios donde las cosas suceden de otro modo, y saludar distinto, y hablar de fantasmas. A Luis Mateo, … lo ha explicado muchas veces, no le interesa la realidad sino la irrealidad, que es casi lo mismo pero con más niebla, con más locos, con más problemas de estómago: ahí él es el rey. En ‘El vigía de las esquinas’ (Galaxia Gutenberg), su nueva novela, nos lleva de nuevo a una de sus míticas ciudades de sombra, esta sin nombre, donde un periodista desquiciado da cuenta del derrumbe del lugar y tal vez del mundo. Es un tipo no muy distinto del que protagonizó su primera novela, ‘Las estaciones provinciales’, de 1982. ¿Hay algún parecido entre ese desastre y el nuestro? «La democracia se está yendo al garete en Estados Unidos, en Rusia ya paramos de hablar, en España estamos como estamos… Ciertos valores de convivencia y valores institucionales están echados a perder. Pero la novela no tiene una intención testimonial. Es una fábula, una farsa. El protagonista es poliomielítico».
Hace mucho que no soporta la actualidad, Luis Mateo. Ya lo avisó cuando ganó el Cervantes: le parece demasiada. Es tan pesado cargar con las noticias como un Sísifo… «No creo que nadie me niegue a mí que vivimos una actualidad desordenada, verdaderamente dura de sobrellevar en todos los sentidos. Y una de las desgracias de esta actualidad es la neutralización de la imaginación, casi la liquidación. Hay un intento desde el poder y tal vez desde las propias estructuras culturales y tecnológicas de neutralizar nuestra imaginación. Parece que interesa. El poder no quiere la imaginación, no la necesita. Es más: si hubiera demasiada imaginación, el poder no sería el que es. La imaginación tiene una potencia tan grande en lo que somos que con ella estos poderes que existen hoy día y que son tan poco razonables no podrían ser. Por eso el poder neutraliza la imaginación. Y el poder, también, inventa lenguajes para sosegarnos». ¿Qué le parece el lenguaje de los políticos? «Con tanto neologismo para expresar las cosas acaban metiéndonos en una especie de delirio verbal. Hablan con subterfugios, repitiendo todos las mismas frases. Lo del poder da grima».
«Ser un anciano es una de las peores cosas que te pueden pasar en la vida»
«Lo que a mí me gusta es el expresionismo con unas gotas surrealistas», suelta, como revelando la receta de su cóctel. «Buñuel no solo me ha interesado, me ha influido sin duda muchísimo. Y con ese juego de lo expresionista y lo surreal he acabado llegando un poco a la literatura del absurdo. Ahí es donde he encontrado mi destino. Y esta novela quizás está ya en lo grotesco: el resultado es una forma grotesca, un poco perturbada, inquietante y muy molesta para mí de decir cómo es el mundo en el que vivo. No el país, el mundo en el que vivo. Está probablemente un poco en la herencia valleinclanesca. Valle-Inclán ha sido siempre uno de mis escritores fundamentales». Al poco, añade: «Ser un anciano es una de las peores cosas que te pueden pasar en la vida. Porque eso de que la experiencia es la que te da la lucidez de vivir cuando te estás acabando con mayor conocimiento de causa no es verdad». «A mí no me queda melancolía. Lo que me está quedando es un cierto sentido de la desgracia de estar viviendo en un mundo bastante fraudulento y desgraciado, pudiendo ser mucho mejor. Y en cambio tenemos esta disolución, este desorden, este desvivir penoso de países enfrentados, partidos políticos echados a perder, odios aborrecibles en casi todos los sitios, gente que insulta y que desgracia una institución… Pero bueno, mi novela es humorística», regatea.
Y al final vuelve: «¿Qué que hacemos los viejos? Yo me retiro, estoy metido en casa. Y de vez en cuando abro la puerta, miro fuera y digo: joder. Luego salgo, hago lo que sea, y al volver… Cómo es la condición humana. Al volver abro la puerta temeroso y pregunto: ¿hay alguien? Pero a los viejos solo nos esperan los fantasmas del pasado».
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