David Uclés ha rematado un libro de setecientas páginas que igual se queda corto. Quiero decir que su novela, ‘La península de las casas vacías’, es un maratón donde se atan la calidad y la amenidad, el rigor y el juego. Uno entra al libro con ciertas reservas, porque el libro, así al peso, resulta casi disuasorio, amenazante incluso, pero enseguida las artes ágiles y sostenidas del autor componen el embeleso, y la experiencia de la lectura se vuelve un gozo. Hasta el pispás de los casi mil folios, que edita Siruela, bajo el primor acostumbrado.

Uclés encumbra un Macondo que se encuentra en el mapa exacto de Jaén, más la extensión agitada de nuestra Guerra Civil, que da color y desperezo y crudeza al relato de relatos de la familia fantasmal y fabulosa del propio autor, que ha cumplido así una genealogía de los suyos, a la luz estupefaciente de una verdad inventada.

El libro ha sido ya muy aclamado, con razón, y está vendiendo alegremente, como si fuera un texto tirando a regular o malo, y de ocasión. Sorprende siempre el éxito, cuando hay libro. A Uclés no le disgusta la etiqueta de «realismo mágico», para lo suyo, y creo que por ahí ha acertado, en efecto, cruzando el relato de relatos familiares con la documentación masiva de la Guerra Civil, hasta dar un tomo bien trabado, hermoso, conmovedor, poético y trágico, donde los antepasados de Uclés se tutean con figuras de la época escogida, desde Lorca a Picasso, desde Azaña a Franco.

El libro va y no va de la Guerra Civil, porque más bien ilumina la aventura íntima de unas gentes, las gentes del pueblo de Jándula, que de pronto asisten a una contienda histórica, como criaturas de inocencia, entre ateridas y alarmadas. El propio Uclés se quiere personaje del elenco, como narrador todopoderoso, atendiendo, o no, las peticiones de algunos de los protagonistas de su fantasía, que le hablan. Uclés trae un lenguaje propio, donde se renueva lo desatendido de siempre, que nunca falla: la historia rica de peripecia y la buena letra del atleta de la escritura. Un atleta que, en Uclés, se suele adornar con gorra de pastor que fuera pianista.