La crónica del Nobel de Literatura a Murakami lleva más de diez años escrita, pero nunca ha sido publicada. Por si esa injusticia no llega a enmendarse algún día, la aprovechamos aquí para la concesión del Princesa de Asturias, que ha tenido el buen juicio de adelantarse a la Academia sueca galardonando a uno de los autores que más ha hecho para que el público de todo el mundo siga leyendo libros. Más allá de la indudable calidad de su obra, solo por eso ya se merece un premio.

Haruki Murakami es el más internacional de los escritores nipones, y seguramente también el menos japonés. Esta es la primera muestra de que las paradojas son constantes en su obra, elevada ya a la categoría de clásico de la posmodernidad por sus ‘best seller’ de culto.

Aclamado por la crítica y bendecido por millones de lectores en todo el planeta, Murakami vende libros con la misma profusión con que cosecha galardones internacionales como el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Franz Kafka o, ahora, el Princesa de Asturias, pero el Nobel se le sigue resistiendo como a Kundera. En España ya había recibido la Orden de las Artes y las Letras que otorga el Gobierno y el premio Internacional Cataluña 2011, cuya dotación de 80.000 euros donó a las víctimas del devastador tsunami que arrasó en marzo de ese año la costa noreste de Japón y provocó el desastre nuclear de Fukushima. Todo ello a pesar de que ha llegado a decir que no quiere premios porque «eso significa que estás acabado».

Otra contradicción tan grande como galardonar a quien se define como «un tío normal que de un día para otro comenzó a escribir; un lector apasionado que se puso a contar historias». Ocurrió, según suele relatar el propio Murakami, el 1 de abril de 1978 a la una y media de la tarde, cuando ya tenía 29 años y decidió «ser escritor mientras estaba viendo un partido de béisbol en el estadio Jingo de Tokio, con una cerveza en la mano y un sol abrasador. En el instante en que Dave Hiltron hizo una jugada perfecta, supe que iba a escribir una novela».

Desde entonces, ha firmado títulos imprescindibles como ‘Crónica del pájaro que da cuerda al mundo’, ‘Sputnik, mi amor’, ‘Tokio blues. Norwegian Wood’, ‘After dark’ o ‘1Q84’, todos ellos publicados en España por Tusquets Editores. En su universo literario, Murakami combina de forma kafkiana la realidad y la fantasía a la hora de narrar, con humor y desparpajo, los traumas de personajes solitarios incapaces de adaptarse a la sociedad, todo un alegato de rebeldía en un país tan formalista y gregario como Japón, donde, a su juicio, «es muy difícil ser un individuo y la gente te juzga según el grupo, la oficina o la empresa a la que perteneces».

Nacido en 1949 en Kioto, pero criado en otras ciudades como Ashiya y Kobe, Murakami era un niño solitario que adquirió la afición por la lectura gracias a sus padres, que enseñaban Literatura japonesa. Pero, al contrario que otros autores nipones de su generación, creció influido por la cultura pop occidental gracias a las obras que caían en sus manos de Jack Kerouac, Kurt Vonnegut, Scott Fitzgerald, Raymond Carver y, sobre todo, al jazz, que descubrió cuando, al cumplir 16 años, sus padres le regalaron una entrada para ver un concierto de Art Blakeley y The Jazz Messengers en Tokio. De ahí que sus novelas tengan un ritmo endiablado, ya que para Murakami «el teclado del ordenador es como un piano e improviso sobre él; escribo mis novelas como si tocara un instrumento porque supongo que la buena escritura se parece a la buena música».

Mientras estudiaba Arte Dramático en la Universidad tokiota de Waseda, donde conoció a su esposa, Yoko, trabajó en una tienda de música y, antes de acabar el último curso, abrió un club de jazz en Kokubunji, el Peter Cat, que regentó hasta 1981, año a partir del cual se dedicó exclusivamente a la literatura. Con abundantes referencias musicales en su obra – sin ir más lejos ahí está el ‘Norgewian Wood’ de los Beatles –, Murakami bebe también del cine y la televisión, en definitiva, de la cultura contemporánea que le lleva a declararse un forofo de series como ‘Perdidos’ o ‘Twin Peaks’.

Además de dejarnos una prolija obra de ficción, Murakami ha traducido del inglés al japonés a sus autores favoritos, como Truman Capote, John Irving o Paul Theroux, y ha escarbado en la realidad más dolorosa de su país con su colección de relatos cortos sobre el terremoto de Kobe o con su libro de entrevistas a las víctimas del atentado con gas sarín en el metro de Tokio. Como él mismo dice, pasó de ser un autor «desapegado» a uno «comprometido» tras pasar una temporada en Estados Unidos en 1991. «Mi deber es mostrarle a la gente joven lo que significa el idealismo. O lo que un día significó. Es necesario que comportamos la historia con la generación que nos sucede», explica al hilo de orwelliana novela ‘1Q84’, que «trata sobre el idealismo extremo, pero teniendo en cuenta que ningún extremismo es beneficioso para la sociedad».

Junto a la literatura, su otra pasión tardía es correr maratones y es un fanático del triatlón porque, como desgrana en su ensayo ‘De qué hablo cuando hablo de correr’, «para escribir hay que entrenarse». A su juicio, correr «es una actividad muy parecida a la de escribir una novela: ambas son de larga distancia. Trabajar en algo artístico es una actividad insana que el creador debe compensar con una vida equilibrada y deportiva. Si eres un genio, como Mozart o Pushkin, puedes llevar cualquier tipo de vida y escribir; pero, si no, hay que correr, amigo». Y es que Murakami es el más internacional de los escritores nipones, pero probablemente también el menos japonés porque, al igual que los personajes de sus novelas, a veces se ha sentido «un extranjero en su propio país».