
En la narrativa de Pedro Mairal la vida se nos revela como ese afecto que nunca termina de concretarse, ese pulso vibrante y a veces desolador de las existencias a medio hacer en la ciudad. Si con ‘La uruguaya’ radiografió la crisis de los cuarenta, … con su nueva y esperada novela, ‘Los nuevos’, Mairal se sumerge en el vértigo de la adolescencia que se desmorona, retratando el salto al vacío que supone el paso a la adultez cuando las redes familiares se han roto. Sus protagonistas -Thiago, Pilar y Bruno- se encuentran a la deriva, buscando desesperadamente un camino propio en un mundo que les resulta hostil. Sus personajes, a menudo entre la pasión y la inercia, recuerdan que la vida es una sucesión de instantes decisivos que se viven en tono menor.
Mairal llega al FLEM Festival en Magaluf, un enclave donde la efervescencia turística y la profundidad literaria podrían parecer polos opuestos. Su obra es una geografía de los sentimientos, un mapa de las expectativas rotas y las pequeñas victorias personales; el autor empuja a reconocer la lírica en lo mundano, a enfrentar que somos la suma de nuestros deseos postergados y de las palabras que no nos atrevimos a decir. Vivir es, en su universo, un ejercicio constante de espera y de narrar esa espera.
—Ha comentado que la felicidad le parece ingenua y ridícula en la ficción, y que su motor narrativo real es el fracaso, la derrota, la decepción. Si la derrota es su materia prima, ¿cuál es el peligro de la felicidad para ti como autor?
—Estoy y no estoy del todo de acuerdo con esa frase que debo haber dicho en algún lado. Y explico por qué: es cierto que la felicidad en la literatura tiene menos historia, menos cuento. No es muy narrativa. De hecho, en todas las novelas, series y películas, la felicidad es el punto de partida que sabes que se va a romper. Funciona como un contraste. Llamemos felicidad al bienestar, al momento en que los personajes están a gusto. Pero, pensándolo bien, mis personajes rara vez lo están. Yo los instalo directamente en la incomodidad; en todo caso, recuerdan un pasado feliz. La historia siempre reside en el conflicto, en la pérdida de un paraíso, en haber sido expulsados de algún sitio. La felicidad, sola en una narración, me parece medio ingenua; siempre da la sensación de que le falta una parte.
—Ha creado antihéroes como Lucas Pereyra en ‘La Uruguaya’, exponiendo la fragilidad y la vulnerabilidad del hombre. Si su literatura se centra en el dolor para buscar la verdad, ¿corre el riesgo de normalizar o hacer catártico el egoísmo del antihéroe de clase media? ¿O cree que esta exposición del fracaso privado es un paso necesario para la autoconciencia cultural?
—¡Qué pregunta! Si no hay autoconciencia -es decir, un personaje que se da cuenta de algo-, no hay historia. El personaje debe entender lo que le ha pasado, incluso si no le queda del todo claro, para comprender que su vida se transformó. Los dramas de la gente de clase media son, a veces, problemas pequeños si los comparas con el gran sufrimiento global. Son pequeños dramas, no tienen que ver con grandes tragedias históricas. Son más bien pérdidas personales o el dolor de sentirse desplazado de un entorno social.
—Ha expresado preocupación por incluir tecnología efímera como WhatsApp en la ficción, temiendo que se convierta en una antigüedad. Sin embargo, el tiempo es uno de sus grandes temas. ¿No es precisamente esta precariedad tecnológica y su obsolescencia acelerada la metáfora perfecta y más honesta de la fragilidad temporal que encarnan tus personajes?
Sí, me interesa mostrar la obsolescencia de la tecnología en la medida en que aparece como algo fallido, algo que entorpece o provoca ruido en la comunicación en lugar de ayudarla. Pero tiene sus lógicas narrativas. Por ejemplo, me interesa mostrar que alguien graba un mensaje de audio y lo borra, y luego envía otro. La diferencia entre ese primer mensaje (lleno de negatividad o arrepentimiento) y el segundo (formal, neutro) ya carga la narración de información para el lector que los demás personajes no tienen. Lo mejor de las nuevas tecnologías es su capacidad de mostrar la intimidad del personaje. Si pudieras ver el historial de búsqueda de una persona a lo largo de una semana, verías el ADN de sus deseos, temores, sueños. Por eso, si la tecnología me sirve para exponer la intimidad del personaje, la uso. Pero si no, evito usarla demasiado, porque a veces resta posibilidades narrativas.
—En ‘Los nuevos’ diagnostica una soledad extrema entre los protagonistas (Thiago, Pilar y Bruno). ¿Ve la amistad entre ellos como una solución narrativa genuina o como una última forma de resistencia antes de que la vida adulta y el individualismo los separen?
—La amistad es un refugio para esos chicos. A esa edad, uno deja su casa por primera vez, abandona a su familia biológica y empieza a formar estas otras familias basadas en afinidades. Hay una intemperie desoladora, es un momento en que la brújula se enloquece y no sabes qué dirección tomar. La amistad funciona como algo seguro. La única certeza que tienen es: «Sé que este es mi amigo, sé que entre nosotros nos ayudamos». Todo lo demás se desmorona, el mundo seguro que te rodeaba se rompe. Pero la amistad es algo que se mantiene firme.
—¿Cuál es el riesgo o la ganancia de crear personajes deliberadamente anacrónicos?
—El riesgo es que alguien diga: «Los chicos de hoy no piensan así». Pero a mí no me interesó hacer un estudio etnográfico de los jóvenes de 19 años, porque eso envejece muy rápido. Lo que busqué fueron las cosas más permanentes de la adolescencia: la sensación de orfandad, de intemperie, de estar perdido, de que no encajas en ningún modelo adulto que te guste. Si te rompen el corazón, el dolor es el mismo en cualquier época; quizás la única diferencia hoy es que ves fotos de tu ex. Por eso, no me importa tanto el anacronismo. De hecho, yo fui muy anacrónico de joven. El anacronismo es una parte posible de muchas personalidades.
—¿Por qué se interesó por narrar la historia de personajes de esta edad tan concreta?
—Porque están cargados de narrativa. Sus vidas están por dispararse para cualquier lado. No tienen claro quiénes son sus aliados y enemigos, se cruzan con gente extraña, se escapan de los paraísos que les fabrica su familia. Es un momento con muchas variables. Me interesa mucho la incertidumbre gigante de esa edad. A la vez, está la fuerza de los nuevos: a pesar de toda la incertidumbre, salen, avanzan, siguen su deseo. Esas dos fuerzas en contradicción me interesan muchísimo.
—En esta época, donde la formación de la identidad parece someterse a imperativos económicos, ¿crees que a la generación de Thiago, Pilar y Bruno se le ha expropiado el derecho al titubeo y a la pausa?
—Me resulta llamativo que se les pida a los jóvenes de 19 años que elijan ya una vocación, cuando a veces lleva muchísimo tiempo descubrirla. Yo tardé cuatro años en entender que quería escribir, después de fracasar en Medicina. Hay poca paciencia con los nuevos. Hacen muchas cosas, tocan muchos instrumentos, abandonan carreras, agarran trabajos y los dejan. Se les exige tener decidido el resto de su vida. Hay que darles herramientas y ayudarlos, pero sin ahorrarles el dolor. No se les puede ahorrar el sufrimiento.
—Y también ha comentado que usted no tenía muy claro lo que quería hacer. ¿Cómo llegó a la conclusión de que quería escribir? ¿Leía o escribía a escondidas, por así decirlo, o fue algo nuevo para usted?
—Creo que en ese periodo empecé a leer textos de una manera muy distinta. Yo iba a la facultad, pero en realidad simulaba que iba. Iba a la cafetería porque no me animaba a decirlo en mi casa, entonces tenía que disimular que salía. Ahí empecé a leer a Cortázar, a Borges, textos cortos, cuentos. Recuerdo haber leído de un modo muy específico: con un lápiz en la mano, tratando de ver cómo estaban hechos los trucos de esos textos. Era casi como un niño que desarma un juguete para ver cómo está hecho por dentro. En vez de diseccionar cadáveres en medicina, empecé a diseccionar textos. Y en algún momento apareció el deseo de intentar mis propios textos. Siempre, al principio, muy pegado a los autores que me gustaban, muy influenciado. Pero sí, fue un crecimiento simultáneo, una entrada en la palabra a través de la lectura y de la escritura.
—¿Cree usted que esta prisa es una nueva forma de violencia cronopolítica, o más bien un reflejo del consumo acelerado y la hiperconexión que hay entre ellos?
—La veo tcomo un deseo enorme, una urgencia por encontrar lo auténtico, algo que no sea la máscara de los adultos. Creo que a esa edad lo que sucede es eso. Holden Caulfield en ‘El guardián entre el centeno’ lo está diciendo todo el tiempo, usa la palabra ‘phony’, la palabra falso. ¿Todo es careta, todo es máscara, no? Es una urgencia adolescente por encontrar algo que no sea parte de la hipocresía del mundo adulto. No lo veo como un apuro, sino como una búsqueda constante y muy fuerte. Después, bueno, la vida le va enseñando que tiene que ir poniéndose máscaras; se pone la máscara para su trabajo, la máscara de familiar, va cumpliendo distintos roles. Y eso está bien, las máscaras también tienen su comodidad. Pero a esa edad, se siente que se está desenmascarando a todos, todos parecen actores de una gran farsa del mundo adulto.
—Si nos ponemos máscaras en distintos contextos, ¿cree usted que hay alguna situación en la que podamos estar sin esa máscara, siendo nosotros mismos?
—Es una buena pregunta. Con la gente con la que uno está mejor es con la que no tiene que ponerse ninguna máscara. Me parece que en su casa, con familiares, lo mejor es que no tenga que poner una máscara. Yo, siendo padre, a veces si estoy un poco mal y tengo que estar con mi hija, cocinar, preguntarle cómo está y hablar de la escuela, capaz que tengo que ponerme un poco la máscara de padre. Sí, pero tienen que ser máscaras que no lo violenten, que no le duelan, que no le cueste mantener. En general, las máscaras de los trabajos son pesadas porque son de trabajo. Quizás no se puede no tener una máscara, pero hay gente con la que tiene la máscara más liviana, más transparente, casi invisible, y esas son fáciles de llevar. Aunque sí, a veces tiene ganas de estar solo y ahí es donde tira todas las máscaras. Es indispensable para mí tratar de estar un poco solo todos los días. Yo, como escritor, digamos, introspectivo y un poco tímido, necesito una cuota diaria de soledad. Cerrar la puerta para mí es indispensable. Y temo que esa intimidad sea cada vez más difícil de mantener. La gente se filma mucho a sí misma en esas situaciones, abandona la intimidad. Quizás vaya a ser cada día más difícil esa intimidad, estar solo sin que nadie lo mire un rato. No sé, quizás va a ser una especie de impuesto que habrá que pagar para estar solo.
—Al haber escrito ‘Los nuevos’ desde una perspectiva adulta, ¿cuál es el acto de traición más difícil de cometer como escritor al narrar estos años?
—Yo creo que hay que ser muy honesto. Yo sentí a los tres casi como voces. Sobre todo Thiago apareció como la voz de alguien que no quiere contar algo. Un narrador generalmente quiere contar algo; acá es alguien que no quiere. La palabra traición es muy fuerte, pero diría que el peligro fue no ser fiel a sus voces, a sus mundos, a sus deseos, e intentar imponer mi mirada de escritor cultivado. Traté de ser fiel a esa edad y no meter citas eruditas, cosas mías que, si bien las tienen, no podían entrar de manera forzada. Creo que la palabra traición es demasiado fuerte, más bien hablaría de fidelidad con sus voces. Al concentrarme en eso, busqué que no les entrara un discurso demasiado ajeno, demasiado erudito o demasiado adulto.Yo simulaba que iba a la facultad. Iba a la cafetería porque no me animaba a decirlo en casa. Ahí empecé a leer con un lápiz en la mano, tratando de ver cómo estaban hechos los trucos de esos textos. En lugar de diseccionar cadáveres, empecé a diseccionar textos. En algún momento, surgió el deseo de intentar mis propios textos. Fue un crecimiento simultáneo de la entrada en la palabra, con la lectura y la escritura.

