Hay algo en la mente de Siri Hustvedt que no se deja apresar fácilmente: su capacidad para mostrar que el yo no es una esencia inmutable, sino más bien un relato que nos contamos a nosotros mismos mientras intentamos entendernos. La memoria, los recuerdos fragmentarios, las emociones inestables: todo eso forma parte de la trama de nuestra propia historia. La escritora estadounidense estuvo en el FLEM Festival en Magaluf, un lugar donde el sol, la fiesta y la literatura parecen tener poco en común, y sin embargo todo encaja, como si Hustvedt nos recordara que incluso en los escenarios más improbables, la vida sigue siendo un ejercicio de narración.

Para Hustvedt, la realidad no es un hecho objetivo: es una «verdad emocional», una forma de navegar el mundo que late tanto en la página como en la introspección más íntima. Sus palabras empujan a mirar hacia dentro, a reconocer que somos autores y protagonistas de nuestra propia historia, que vivimos entre la fragilidad y la fuerza, y que incluso en Magaluf, entre sombrillas y cócteles, seguimos construyendo relatos que nos permiten habitar nuestro mundo con sentido. La literatura, como la conciencia, funciona como espejo: nos refleja y nos desnuda, nos enseña a comprender que vivir es narrar, y que el yo se redefine con cada historia que nos contamos y nos leemos.

—Usted ha argumentado que nuestros recuerdos y narrativas personales son construcciones, buscando una «verdad emocional» en la ficción. Si el «yo» es en gran medida una ficción narrativa que nuestro cerebro crea para mantener la coherencia, ¿en qué momento esta ficción se convierte en moralmente obligatoria? Es decir, ¿cuándo el desmantelamiento de esa narrativa (por ejemplo, en caso de enfermedad o terapia) amenaza la base misma de la responsabilidad ética?

—Creo que la mayoría de nosotros tenemos una sensación de ser: sentimos que yo estoy aquí, tú estás ahí, y eso influye en cómo nos movemos en el mundo. Parte de esa sensación proviene de nuestras narrativas conscientes. Desde la infancia construimos la idea de que el niño que fuimos es la misma persona que somos ahora, aunque la identidad profunda del yo no depende solo de la memoria. Incluso si perdemos recuerdos, seguimos teniendo un sentido de ser, aunque este pueda verse afectado en algunas condiciones que alteran la coherencia del yo. Además, la memoria no siempre es confiable, cambia con el tiempo y cada persona recuerda diferente. Algunas filosofías incluso rechazan la idea del yo, como el budismo, que lo considera un mito. David Hume argumentaba que lo que llamamos continuidad del yo es simplemente una coherencia que construimos a partir de nuestras percepciones. Parece que la mayoría de las personas necesita esa coherencia para sentirse en paz. La dimensión moral del yo va más allá del individuo: nos formamos en el mundo a través de los demás. Desde el nacimiento dependemos de otras personas, y esa relación influye en nuestra propia creación como individuos. Por eso, pensar en el yo como una mónada aislada es un error. Para sobrevivir y vivir plenamente necesitamos a los demás. Hoy, con la construcción neoliberal del «gran yo», esta dependencia se olvida. Por eso creo que el aspecto moral del yo consiste en reconocer nuestra obligación hacia los demás. Si no lo hacemos, nos desvanecemos y la sociedad se rompe. El énfasis excesivo en el cuidado propio y la autonomía individual ha olvidado esta responsabilidad, y debemos recuperar la idea de que somos parte de una comunidad.

—Critica el dualismo mente-cuerpo y enfatiza que el pensamiento es un proceso «húmedo» y encarnado. Dada la explosión de la inteligencia artificial (IA), que opera sobre el dualismo cartesiano del software y el hardware, ¿qué implica su punto de vista para la posibilidad de la conciencia artificial o, más críticamente, para la deshumanización de la mente humana en comparación con una máquina?

—He estado investigando sobre este tema porque creo que es muy importante, sobre todo ahora que los medios de comunicación se han volcado con la inteligencia artificial. Y no lo han hecho porque los avances en IA sean completamente nuevos. En realidad, lo que estamos viendo es aprendizaje automático, algo que existe desde hace mucho tiempo. Lo que pasa es que ahora se ha comercializado. ChatGPT, por ejemplo, ya está en el mercado, por así decirlo. Y por eso los medios de comunicación han puesto tanto foco en ello. Tiene sentido. En mi opinión, el peligro de la IA no está en que vayamos a tener robots conscientes. Eso es una fantasía cultural que viene desde la Antigua Grecia, con mitos como Pigmalión y Galatea. En esas historias, de repente los dioses intervenían y daban vida a lo inanimado. Pero eso no va a pasar aquí. No vamos a tener robots conscientes. No hay ningún argumento racional que lo respalde. Y siempre me sorprende la gente que realmente lo cree. La razón por la que muchos piensan así es porque todavía creen en una separación entre mente y cuerpo, en el dualismo. Yo no lo creo, y existen argumentos muy sólidos que muestran por qué esa visión es equivocada. El verdadero peligro de la IA, y este sí es real, no está en que vayamos a tener máquinas conscientes e increíblemente más inteligentes que nosotros. Fíjate: ninguno de los expertos en IA define con claridad qué es la inteligencia. ¿Qué significa exactamente ser inteligente? ¿Cómo se mide? El coeficiente intelectual, por ejemplo, es una medida que no tiene mucho sentido, y aun así, hay quienes aceptan sin cuestionarlo ideas como que algún día podremos descargar nuestra conciencia en un ordenador y vivir para siempre. El problema real es otro: la IA es básicamente una máquina de predicción de palabras. Eso es lo que es. Y claro que es compleja, muy compleja. De hecho, una vez que se establece un algoritmo, no siempre es posible retroceder y corregirlo. Hubo un caso muy sonado en Estados Unidos con el reconocimiento facial de Google: identificó a dos personas negras como gorilas.

—Lo he visto. 

—El peligro real de la inteligencia artificial no es que sea consciente, sino que afecta directamente la vida de las personas. Esto ocurre porque los datos que alimentan las máquinas provienen del pasado. Las máquinas trabajan con grandes cantidades de información histórica, y cuando generan resultados, pueden producir errores problemáticos, como en el caso de Google identificando erróneamente a dos personas negras como gorilas. El punto clave es que solo tenemos datos del pasado, lo que limita la posibilidad de auténtica novedad. Por ejemplo, durante la pandemia, muchas predicciones fallaron porque no había datos suficientes sobre pandemias recientes, y los registros históricos eran incompletos. Robert Elliott Smith, en su libro ‘The Rage Inside the Machine’, explica cómo funciona esto: los datos se agrupan según características comunes y se eliminan los valores atípicos, esas excepciones que no encajan en el patrón. Esto crea un modelo «promedio», como un balón de fútbol hecho de datos, pero se pierde información valiosa, como casos médicos atípicos que podrían ser fundamentales para comprender mejor enfermedades. El problema se extiende a la justicia: en Estados Unidos, algoritmos legales pueden usar factores como el código postal, penalizando a personas que viven en barrios con mayor criminalidad, a menudo zonas pobres y mayoritariamente negras. Esto refuerza los prejuicios históricos, como racismo y sexismo, si no hay humanos capaces de corregir los errores. Smith recuerda que un algoritmo no es nada nuevo: es un procedimiento paso a paso que ignora la complejidad del mundo real. Todo lo que no encaja en la lógica lineal desaparece, y así se perpetúa el pasado con sus errores y sesgos. Ese es el verdadero peligro de la inteligencia artificial: reforzar prejuicios históricos y producir injusticias reales.

—Roland Barthes declaró la muerte del autor, pero usted ha demostrado que el sexo del autor sigue siendo fundamentalmente relevante para la recepción de una obra. Si la universalidad no es verdaderamente neutral, sino que a menudo se interpreta como «masculina», ¿es necesario que las escritoras y artistas insistan en su autoridad de género como estrategia política permanente, o se trata solo de una fase necesaria hasta alcanzar la verdadera neutralidad (si es que se puede alcanzar)?

—Para la mayoría de los artistas, sería maravilloso que la identidad sexual o de género no formara parte de la ecuación. Sería ideal que, especialmente para escritores o pintores, el cuerpo no influyera en la obra: el libro está en la página, la pintura en el lienzo. Claro que los bailarines son un caso distinto, porque su cuerpo es parte de la obra, pero fingir que nuestra identidad no influye no es realista. Yo lo he ido comprendiendo poco a poco, quizá más lentamente de lo que debería. Al principio, ante actitudes hostiles o la ira de la misoginia, pensaba: «¿Por qué está enfadada o enfadado esta persona? ¿Habré hecho algo mal?». Esa suele ser la respuesta inicial: creer que tú has provocado la reacción. Con el tiempo entendí que no es personal: no has hecho nada malo. Lo que ocurre es que, al alterar jerarquías que la gente valora, muchas veces sin que ellos mismos sepan por qué, se descolocan. Por ejemplo, saber más sobre un tema y, además, ser mujer rompe la categoría mental que alguien tenía: «Esto no debería ser así». El problema tiene mucho que ver con la autoridad. Cuando asumo mi autoridad en ciertos temas —no en todos, solo en los que sé— y no la cedo, puedo generar mucha ira. Mi técnica ha sido mantenerme muy tranquila, porque el objetivo del ataque es hacerte perder el control. Da igual si eres mujer, persona negra o no binaria: si no te enfadas, sienten que están perdiendo. Esto se refleja históricamente en cómo se acusa a las mujeres de «histéricas»: una mujer enfadada es vista como alguien que «ha caído en la trampa». «Mira lo alterada que está, mira cómo llora». Lo peor es llorar delante del agresor; mejor hacerlo en privado. Estas lecciones han sido profundas. Separar la situación de tu propia persona me ha permitido no sentir culpa y avanzar. Al inicio de mi carrera me decían cosas como: «Seguro que tu marido escribió tus libros». Te quedas perpleja: no es cierto, pero te preguntas qué está pasando. Cuando eres joven, te desconcierta; luego aprendes a entenderlo y, como decía Freud, puedes superarlo. Por eso es importante hablar del sexismo y de la misoginia. No son lo mismo: El sexismo es condescendiente: «No eres importante, te tolero un rato»; La misoginia es ira: ocurre cuando ven que no vas a ceder y se enfadan mucho. Es fundamental no fingir que vivimos en un universo neutral, porque no es así. Podemos esperar un mundo mejor, quizá cuando yo ya no esté, pero siento la obligación de no dejarlo pasar.

—Si la literatura y el arte nos exponen a la incertidumbre radical de la percepción subjetiva y nos obligan a «revisar» nuestros prejuicios, ¿por qué la gente recurre a estas formas para consolarse y dar sentido a las cosas? ¿Es la ficción una especie de «simulación segura» de la inestabilidad cognitiva, un lugar donde podemos enfrentarnos a la falta de verdad objetiva sin correr el riesgo de derrumbar nuestro yo narrativo? ¿O acaso el verdadero consuelo del arte reside en su capacidad para validar la confusión y enseñarnos éticamente a convivir con la incompletitud de nuestra propia conciencia?

—En mi vida, el arte, en sus diferentes formas, especialmente el arte visual y la literatura, ha tenido un efecto muy profundo en mí. Tengo un pequeño concepto, que llamo «marco estético». Por ejemplo, ‘Cumbres borrascosas’ es un libro muy importante para mí. Lo adoro, y no solo por la historia de amor entre Catherine y Heathcliff, sino porque todo en la novela es inestable. Mucha gente intenta convertirla en un romance, pero en realidad es una novela filosófica y casi diabólica que genera incertidumbre casi en cada página. La parte interesante es que, al ser un libro, puedes experimentar esa intensidad emocional de forma segura. En la vida real, Heathcliff podría hacerte daño; Catherine también es inquietante. Pero en la ficción, puedes vivir esa inestabilidad sin riesgo físico, sin salir con cicatrices. Eso, en mi opinión, expande la conciencia: permite sentir una inestabilidad cognitiva en la mente, dentro de un marco seguro. Por eso creo que la mejor literatura es la que desestabiliza, la que saca al lector de lo conocido. Entiendo también que muchas veces buscamos lo contrario. Yo, desde que enviudé, veo series policíacas como sedante para dormir: son predecibles, sabes cómo van a terminar y eso resulta reconfortante. No estoy en contra de eso; muchas personas usan la ficción de esta manera y es completamente válido. Pero para crecer y expandir la conciencia, hay que ser valiente y abrirse a lo otro. Cada libro se convierte en una voz que habita dentro de ti mientras lees, que se mezcla con tu propia voz. Es una voz extranjera, que no puedes sostener al mismo tiempo que la propia. Si te detienes y reflexionas sobre la experiencia interna, solo entonces puedes regresar a la voz del narrador. Esa disonancia entre tu voz y la del narrador es lo que produce la riqueza y fuerza de la gran literatura.

—Está escribiendo ‘Ghost Stories’, un «collage» profundamente personal sobre el dolor, y afirma que tenía una «necesidad urgente» de escribirlo, y que la literatura es una «tecnología de los fantasmas». Dado su trabajo de toda una vida desafiando la línea entre la ficción y la realidad: ¿cuál es la diferencia fenomenológica entre la posesión del yo por un personaje de ficción (como has descrito al escribir ficción) y la posesión del yo por un fantasma real, el recuerdo y la presencia persistentes de, en este caso, Paul Auster? 

—Es una buena pregunta. Y probablemente no estoy del todo segura de cuál es la respuesta. Es curioso. Cuando escribes ficción, de algún modo te conviertes en otra persona, pero necesitas tener una relación con ese personaje. Hay escritores capaces de crear figuras profundamente ajenas o antipáticas —como asesinos en serie— y hacerlo muy bien. Yo no puedo: necesito sentir alguna conexión relacional con el personaje que estoy creando. He escrito como hombres y mujeres, como gente joven y mayor. Pero para mí, la verdad en la ficción es una verdad emocional. Y a diferencia de las memorias, la ficción no exige la misma necesidad de protección. Cuando escribes una historia personal, tienes que proteger a las personas reales. En el libro que voy a publicar ahora esa protección está presente: es un libro que «cuenta y no cuenta», no lo revelo todo. En unas memorias hay un contrato con el lector: uno cuenta la verdad tal y como la conoce, aunque los recuerdos puedan ser imprecisos. Y todos sabemos cuándo estamos mintiendo: hay una historia en nuestra cabeza y, a veces, una mentira que sale de nuestra boca. Yo me niego a seguir haciendo eso. Siento que tengo un contrato con el lector y por eso lo que está en la página es la verdad tal y como yo la conozco. En cambio, en la ficción el lector sabe desde el inicio que está ante una historia imaginaria. ¿Dónde está, entonces, la verdad? Para mí está en el sentimiento. Henry James lo dijo de forma preciosa: «En la ficción, el sentimiento es el significado». Esto puede extenderse a la vida en general: vivir es sentir. El significado no proviene necesariamente de procesos lógicos, sino del sentimiento. Por eso hablo del tema algorítmico: las máquinas no sienten. No hay que tenerles pena, porque no tienen emociones. En cambio, nosotros, los seres humanos, obtenemos el significado de lo que sentimos en cada momento. Podemos tener sentimientos equivocados, paranoias, emociones confusas, pero aun así es a través de ellos como interpretamos el mundo.