
William González Guevara acaba de recibir el premio Espasa de poesía por ‘Cara de crimen’, el poemario que llevaba años «agazapado» en su cabeza. No nació en un cuaderno ni en un viaje reciente por Centroamérica -aunque también haya conversado con pandilleros y sicarios para … entender ciertos gestos, ciertas frases que aparecen en el poemario-, sino en una imagen fija que lo acompaña desde que tenía cinco años. «Yo nací en Nicaragua», comienza, sentado recto, como si cada frase exigiera precisión. «Mi familia paterna, los González, fundó una de las pandillas más terroríficas de Managua, los Sumi». Creció entre primos que repartían crack por el barrio y casas de dos plantas donde la pizza llegaba siempre que un niño la pedía. Había PlayStation, había abundancia, y también había balaceras, extorsiones, asesinatos. Ese era el destino que su entorno daba por sentado: «En mi propia familia se decía: William va a ser un Sumi más».
Pero su madre construyó para él un refugio hecho de libros. «Era el cielo y el infierno», dice el poeta. En su casa materna había antologías amarillentas de Rubén Darío, Claribel Alegría, Ernesto Cardenal. Allí apareció su primer poema, escrito a los siete años: la caída de un ángel inspirado en una escena que él no sabía aún cómo nombrar. Era la escena, precisamente, que años más tarde convertiría en la semilla de ‘Cara de crimen’: el asesinato que vio a través de una puerta entreabierta -un bloque de hormigón impactando contra la cabeza de un hombre en el suelo, un cuerpo sin vida, su primo cubriéndole los ojos cuando ya era tarde-. «Eso me cambió todo», recuerda. «Vi la crueldad. Vi que moríamos, que había gente que mataba a otras personas». Después de emigrar a España a los once años, esa imagen regresaba en sueños. La literatura, dice, fue la única forma de quitarle filo: «El miedo disminuye si escribes lo que duele».
«Quería que la gente saliera herida del libro»
En Nicaragua, recuerda, la poesía se vive como un deporte nacional; la revolución sandinista la utilizó para alfabetizar, para construir comunidad. Quizá por eso resulta tan incisivo al hablar del oficio: «La poesía es un género muy exigente. No es escribir un diario: hay que respetar la tradición». ‘Cara de crimen’, dice, debía doler. «Quería que la gente saliera herida del libro». Ese deseo literario tiene consecuencias reales: sus poemarios anteriores circularon en Nicaragua por contrabando y él está vetado allí. «Duele», admite, «es mi país».
Escribir sobre los límites
Algunos de los Sumi viven hoy en Nueva York. «Son asesinos», dice sin adornos, consciente de la paradoja: caminan por las calles neoyorquinas con una vida aparentemente ordinaria mientras cargan un pasado que casi nadie conoce. Su relación con el lugar donde nació oscila: «Un día me despierto y amo muchísimo Nicaragua, pero la Nicaragua que dejé en 2011 ya no existe». La distancia no solo es geográfica. «Es un desierto cultural muy grande», afirma. Y, sin embargo, dentro del país -en la clandestinidad, en la sombra de las dictaduras- escribe una generación que él considera el verdadero núcleo de la literatura nicaragüense. «Los que se están jugando la vida con pseudónimos son la literatura nicaragüense, no yo, que estoy en el exilio». A su modo, dice, él solo aporta visibilidad, igual que figuras como Sergio Ramírez o Gioconda Belli, convertidos también en voces del exterior.
Su interés por «los nadies» es el que vertebra el poemario. González se sentó frente a un sicario que apoyó un arma en la mesa y la giró hasta apuntarle al pecho. Describe la escena sin dramatismo. «Si aprieta el gatillo, ¿quién me saca de aquí?». El coraje, dice, nace de la necesidad y de «esa atracción por la marginalidad», que para él es un elemento poético esencial. «La poesía es emoción y compromiso», repite. Y su compromiso fue regresar a las selvas centroamericanas para contar aquello que conocía desde dentro. Para él, la poesía es la vida misma: la belleza de una isla griega para unos, la violencia centroamericana para otros. «Yo defiendo mucho el compromiso poético. ¿Cómo no voy a estar comprometido con la libertad de expresión si mis libros cuesta que lleguen a mi país? Alguien que lleve este libro puede acabar en la cárcel».
«Le escupiría en la cara por hijueputa»
Durante años se desplazó por Centroamérica siguiendo rastros de historias, entrevistando a pandilleros, a sicarios, a mujeres que habían cumplido dos décadas de cárcel. «Tengo que ganar tres veces este premio para recuperar la pasta que he invertido», comenta con una mezcla de ironía y cansancio. Todo ese material -la violencia y el silencio, los testimonios incluidos solo en dos líneas dentro del libro- lo concibió como un archivo privado. «Era para mi libro», insiste. No serán reportaje, no serán exposición periodística. ‘Cara de crimen’ es su única puerta de entrada.
El poeta nicaragüense plasma su dura infancia entre pandillas y asesinatos en una obra poética impactante
Algunos pandilleros que entrevistó hablaban con odio: uno, cuando él le preguntó qué le diría a Dios si lo tuviera enfrente, respondió que le escupiría la cara «por hijueputa». La Kika, pandillera desde los once años, cuya fe nació en prisión; se tatuó un querubín, le habló a William de su «diosito misericordioso» y del perdón, aun mientras el motor que la mantenía viva era la venganza por el asesinato de su padre. Pasó cuatro o cinco años leyendo informes, investigando por qué alguien mataría por 45 dólares. «Quedé mal de la cabeza con este libro», admite. En ese trabajo revivió la infancia desde la mirada de un hombre de veinte y tantos; comprendió de otro modo por qué un chaval hondureño puede sentir que la pandilla es su único horizonte. «Me lo dejé todo ahí».
La parte más ardua de su trabajo fue previa: las entrevistas que sostuvo durante años con pandilleros, sicarios y narcotraficantes, las voces que hoy solo aparecen en el libro como destellos de dos líneas. Llegar a esa gente requería tiempo, contactos, intermediarios que provenían del mundo académico y del estudio sociológico de la violencia. También exigía una actitud particular: no mostrar miedo. «No hay nada más peligroso que una persona que no tiene nada que perder», explica. Lo aprendió en carne propia. Recuerda que uno de los entrevistados, un sicario, le dijo sin levantar la voz: «Yo a vos te pego dos tiros y te quedás aquí tirado y nadie se entera». En esas circunstancias, señala, lo único que lo protegía era mantener la calma, demostrar con el cuerpo que entendía dónde estaba.
En ‘Cara de crimen’, ese vértigo se transforma en poemas que no pretenden explicar Centroamérica sino interrogarla. Y, al hacerlo, interrogar también al niño que un día quiso irse de allí. Cuando habla del libro, William no busca heroicidad, ni siquiera redención. Lo que busca, más bien, es exactitud: fijar la memoria, mirar al miedo de frente, darle un lenguaje que lo contenga. Aunque le haya tocado, como dice él, quedarse un poco «tocado» en el intento.

